viernes, diciembre 18, 2009

Caso Carballo | Rocanroles con destino trágico

Hace un año, la suerte de Rubén Carballo a las puertas de un show de Viejas Locas volvió a marcar a fuego —como pasó con Bulacio— la relación entre juventud rockera y violencia policial. El mundo privado de un chico sensible y los misterios de una causa oscura.

Todo volvió a ser igual El regreso de Viejas Locas comenzó con un despliegue
de violencia policial como hacía mucho no se veía en un show de rock.

Un poquito inquieto, acaso nervioso pero más que nada feliz, Rubén Carballo revolvió entre los frasquitos de la caja hasta que encontró el perfume que buscaba. Dos gotitas por aquí, dos gotitas por allá. Sus amigas lo apuraban desde afuera. Había tenido todo el día para prepararse y hasta último momento no se decidía por el vestuario. No era un casamiento pero quería ir de gala y le preguntó a Chucky si ese perfume estaba bien. Si a ella no le gustaba, lo podía tapar con otro más fuerte. Chucky, que tenía 17 años como él y era una de sus mejores amigas, lo aprobó. El perfume ya no importaba tanto como el tiempo: había que salir ya. 


Rubén Carballo estaba ansioso porque ese sábado 14 de noviembre de 2009 tocaba Viejas Locas en el estadio de Veléz Sarsfield y él iba a estar ahí. Ya había visto en vivo a La Astillera, la banda de su amigo Eze, pero esto era diferente porque era su primer recital grande y sentía cosquillas en la panza.

A las 8 de la mañana saltó de la cama y, como no quería usar para el debut un remera prestada, antes del mediodía ya que había comprado la suya en el local rockero La Tribu, de San Justo. Eligió una de color blanco, salpicada por “el ojo marihuana” de Viejas Locas: eso era ir de gala. El día anterior había dibujado la misma imagen en una bandera. Como las paredes de su habitación estaban tapizadas con dibujos de robots, de autos, de calaveras y de paisajes, a sus amigos les pareció que él era el indicado para meterle mano a esa bandera. Tal vez Rubén se imaginara a sí mismo cantan do “Todo sigue igual” o “Me gustas mucho” o cualquiera de los temas del disco Especial, con el que había conocido a la banda de Pity Álvarez en una tarde de pachorra compartida con Eze y la India, otros dos amigos que ese 14 de noviembre también estaban listos, con sus tickets en la mano y el corazón galopante. 

“Viejas Locas te va a gustar”, le dijo Eze aquel día, cuando se cansaron de escuchar a los redondos y la India se fue a buscar otro disco. Tenían sus trajes rojinegros de la murga Mata Mufa a medio coser y las agujas desparramadas sobre la mesa cuando empezó a sonar “Estamos llegando”, el primer track. Entonces Rubén conocía a La Renga y a Attaque 77, tarareaba reggaetón y cantaba en la ducha “La quiero a morir”, el insoportable hit salsero de Dark Latin Groobe. Pero Eze tenía razón: Viejas Locas le terminó gustando y pidió otra vuelta de los quince temas del disco. 

Dos años después de aquella tarde, de nuevo en el sábado 14 de noviembre de 2009, Rubén le preguntó a la India si el show que había esperado tanto iba a estar realmente bueno. Ella, que era la hermana de Chucky, sabía porque era más grande. La India era una stone con experiencia. Tenía 21 años y escuchaba a la banda de Pity desde hacia una década. Casi que podría haber ido a ese último show en el que no se anunció la retirada. Fue en una noche de calor en La Matanza, en el año 2000, y Pity no quiso advertir sobre el fin de su banda para no amargarle la fiesta al público. La India tenía entonces 12 años y era una nena, pero ahora era una mujer, una joven rockera y Rubén confiaba en que ella le tiraría la posta y por eso le preguntaba, una y otra vez: “Che, India, ¿va a estar bueno, no? ¿Con qué tema van a arrancar?”. Y sus ojos brillaban. 

Rubén y su amiga vivían en San Justo y el viaje hasta la cancha de Vélez no era largo, pero querían llegar con tiempo. Su mamá, Alicia, le ahorró un disgusto y las puteadas de todos cuando le recordó que saliera de cada con la entrada. Parecía mentira: habían ido a comprarla juntos a la rockería Locuras del barrio de Morón, en septiembre, después de esquivar una peregrinación a Luján que tenía cortada la avenida Rivadavia y de rebotar en la puerta del estadio Vélez, donde no vendían tickets. Cuando finalmente Rubén tuvo en su mano la entrada de ochenta pesos, Alicia le preguntó cuándo era el show y no pudo creer que faltaran dos meses. “¿Y para eso te apuraste tanto?”, le dijo. 

Después, en casa, Rubén guardó el ticket en una cajita, donde quedó hasta el sábado 14 de noviembre de 2009. Cuando Alicia le dijo que no se dejara nada, “Uy, la entrada. Me olvidaba lo más importante”, se sorprendió su pibe, que ya estaba perfumado y listo para rockear. Rubén sabía que si llegaba temprano podrían cantar ese himno que había caído en desuso y que ahora pedía una segunda vida: “Viejas Locas es un sentimiento/ no se explica, se lleva bien adentro/ Y por eso, te sigo a donde sea/ Viejas Locas… hasta que me muera/ ¡Vamo´ Viejas Looo…! ¡Vamo´ Viejas Looo…!”. Cuarenta mil rolingas los acompañarían en las calles de Liniers, bajo el sol naranja del atardecer. 

Pero el colectivo 96 los hizo esperar, no llegaba. Rubén, que para algunos era un chico introvertido, dio un paso al frente y cacareó como el más stone cuando se desparramó una melodía de Viejas Locas por la ventanilla de un auto que pasaba. El chiste hizo más corto el plantón hasta que apareció el bondi, lleno de otros chicos en procesión rockera. 

Rubén y los suyos viajaron hasta Ramos Mejía, del otro lado de la avenida General Paz, donde eligieron seguir por avenida Rivadavia a pie. Antes de llegar al estadio pararon en un puesto que vendía lentes ahumados. Rubén y Eze eran los únicos que no tenían nada y el sol les pegaba en la frente. Rubén eligió unos castaños. “Me combinaban con mi bronceado permanente”, se rió, aún perfumado para el show. 

A un año de aquel viaje de iniciación, Rubén es parte de la lista negra de la violencia institucional y el último episodio trágico del rocanrol argentino. Su cuerpo apareció al día siguiente, desamparado, golpeado y quebrado. Había recibido un golpe fuerte en la cabeza y su vida pendía de un hilo: dos fracturas de cráneo, múltiples contusiones hemorragias encefálicas, edemas cerebrales y estado de coma profundo, dijeron los médicos. 

Un grupo de chicos que jugaba a la pelota en la cancha del Club Ferroviario, detrás del estadio velezano y debajo de la autopista Perito Moreno, lo había descubierto, inconsciente, a las once de la mañana. Desde ahí fue trasladado al hospital Vélez Sarsfield y luego derivado al Centro Gallego, donde permanecería durante veinticuatro días, sin poder regresar. Rubén falleció el 8 de diciembre. 

Padre e hijo "Por dentro estoy destruido, pero quiero la
cabeza de los que mataron a mi hijo", confiesa Carballo.

Desde el primer día de esta tragedia, su padre —que le dio el mismo nombre— fue quien motorizó la investigación. Él ha buscado las pruebas y se las ha entregado a la Justicia, ha promovido algunas líneas para la pesquisa y a impugnado otras. En una investigación que avanza a paso lento y que todavía no tiene imputados, Rubén Carballo padre acusa a efectivos de la Policía Federal como responsables de la muerte de su hijo, ocurrida en territorio de la Comisaría 44ª, y rechaza la versión que dieron los voceros de la institución, quienes atribuyen la fractura de cráneo de Rubén a una caída desde uno de los muros del Club Ferroviario. Se trata de una pared de siete metros y, según esta hipótesis, Rubén la había querido trepar para colarse en el estadio. En cambio, el padre de Carballo atribuye la muerte a la aplicación de severidades indebidas y un posterior abandono de su hijo. 

Ese día, el sábado 14 de noviembre, el ingreso al estadio de Vélez fue muy diferente de la fantasía con la que soñaba su hijo. No hubo rolingas cantando bajo el sol, sino gente desparramada en un campo de batalla confuso y violento. 

Los incidentes comenzaron cerca de las ocho y media de la noche. La policía se mostró dura y algunos pibes tuvieron ánimos para responder. Al mismo tiempo que llegaba la barra brava de Vélez, algunos querían entrar en avalancha y la mayoría escapaba en pánico por las calles de Liniers. Además del caso Carballo, el parte oficial arrojó esa noche 30 heridos y 44 detenidos, pero con el correr de los días aparecieron más damnificados y la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires recibió varias denuncias. Hoy hay cinco causas judiciales. En una de ellas se investiga la muerte de Rubén. 

Desde Fenix, la productora del show, se informó que los desmanes habían comenzado con un grupo de violentos, se descartó la sobreventa y se negó rotundamente cualquier clase de relación con la hinchada de Vélez. “Pensamos que había más de 30 mil chicos que venían con su entrada en la mano, totalmente entusiasmados, pero hubo un grupo que, como siempre, rompió el formato y quiso entrar de prepo: se enfrentó con la policía y la seguridad privada, le decía a ROLLING STONE el gerente general de la productora, Marcelo Dionisio, cinco días después del recital. Ahora Dionisio se despega: “No nos interesa ese tipo de perfil, que puede generar estos desmanes, cuando tenemos por otro lado un negocio muy bien estructurado, serio, en el que no tenemos que andar lidiando con gente que va a provocar”. 

La del 14 de noviembre fue una noche típica de la era pre Cromañon, enmarcada en el linaje de la larga guerra de los Redondos contra la policía. Adentro del estadio, Viejas Locas arrancó con “Intoxicado” y el pogo conmocionó los cimientos del estadio. El Pity pidió y ofreció rock, y en un momento sentenció: “¡Cómo cambia la vida en diez años y cómo cambia en un ratito!”. Pero el rock pasó a segundo plano. Rápidamente el caso Carballo reavivó el fantasma de Walter Bulacio, que había muerto en 1991, cinco días después de una razia policial en un recital de los Redondos en el estadio Obras Sanitarias. Bulacio también tenía 17 años, como Rubén.

Una amistad stone Las hermanas Chucky e India fueron con él a Vëlez, lo
perdieron en los disturbios y volvieron al barrio con los tickets intactos.

Chucky, la amiga de Rubén, conserva su entrada para el show de Viejas Locas y la muestra con tristeza. El ticket podría ser el trofeo rockero de un recital inolvidable. Pero es el recuerdo de una pesadilla que parece tener fin y que empezó a las seis y media de la tarde de aquel sábado 14 de noviembre. Las hermanas Chucky e India llegaron a Vélez con Rubén, Eze y una amiga más. El paréntesis de nueve años había terminado para Viejas Locas y los pibes estaban excitados desde temprano. Habían llegado de a miles desde todos lados en micros escolares y en buses de dos pisos, y más tarde la cifra oficial especularía con 40 mil asistentes. Con un furor comparable —en menor escala— al de Soda Stereo, este regreso convocaba sobre todo a los fans, pero en Vélez no había marketing ni sponsors: con Viejas Locas alcanzaba. 

Rubén y sus amigos entraban por la Puerta 6, un punto al que no era fácil llegar. Miles de personas tenían que entrar por ahí. La calle estaba convulsionada y cuando el gentío los empezó a apretar, la India pensó que debían alejarse. Se ubicaron entonces al final de la fila, donde había menos emociones. Allí a lo lejos, la gente parecía ajena a todo y esperaba a que se hicieran las nueve y media de la noche para que comenzara el show. “La cola era demasiado hippie, estaba muy en paz”, recuerda ahora la India. “Yo tenía ganas de que cantaran, de que hicieran algo, pero como no pasaba nada nos sentamos. El tiempo siguió de largo. Se hizo de noche. Y entonces se escuchó el rumor: la barra brava de Vélez estaba llegando y venia con el peso del 3 a 0 con el que Banfield los había sacudido en el partido de la tarde.

En el medio del gas, Rubén  soltó la mano de la  
India. Aún no queda claro cuál fue su recorrido.

La hinchada desembarco en esa misma Puerta 6. La India recuerda que en ese momento el ambiente se puso espeso. Que hubo corridas y gritos. Y que entonces apareció un carro hidrante de la policía. Rubén y sus amigos, que ya estaban a cincuenta metros de la entrada, decidieron tomarse de las manos y quedarse quietos para evitar problemas. “Creíamos que si corríamos íbamos a caer en la volteada”, explica la India. Pero el razonamiento estaba errado: mientras a su alrededor se extendía una violenta confusión, el carro hidrante apuntó hacia el área donde estaban ellos y los baño con su reguero azul, que les dio de lleno. Después del shock, los chicos ya no tenía plan y permanecían inmóviles, simplemente porque no sabían qué hacer en el ojo de la tormenta. Otros corrían, escapando de la policía. O por lo menos puteaban. Alguien le advirtió a la India que se acercaban más uniformados a caballo y el aire gaseado ya era irrespirable. Y cuando la India, que iba de la mano de Rubén, dio los primeros pasos para alejarse, se dio cuenta de que él se le había soltado. Miro para atrás, pero en la maraña ya no lo vio. Es entonces cuando el rastro de Rubén se pierde. Y todavía hoy no queda en claro cuál fue su recorrido.   
Mientras tanto, y en medio de una batalla campal imparable y feroz, Chucky se refugió detrás de un kiosco de revistas con otras decenas de pibes, todos como sardinas, y desde ahí sujetó a la India, al tiempo que Eze corría al interior de barrio Kennedy, un complejo de edificios perimetrado con un reja. 

Después de aspirar más gas y de rebotar entre los policías que custodiaban los vallados de las calles aledañas, de preguntarse una y otra vez por Rubén, de llamarlo por teléfono en vano y de consolarse al fin pensando que había entrado al recital; después de hacer tiempo en una panchería en la que todos se reían de ellos y los llamaban “pitufos”, los amigos de Rubén lograron al fin salir por Juan B. Justo y subirse a un colectivo, que, sin embargo, no fue el primero que pasó. Sólo que ese los quiso levantar: estaban todos pintados con la tintura del carro hidrante, azules de pies a cabeza. Y en sus rostros quedaba la marca del espanto de todo lo que habían visto y vivido.

A las cuatro y media de la madrugada llegaron a San Justo, preguntándose aún por Rubén. Recién al día siguiente comprendieron que habían estado en el infierno, cuando un médico llamó a Eze y le contó que su amigo había sido encontrado al borde de la muerte. 

Un año más tarde, la India y Chucky cuentan la historia con palabras pesadas y en voz alta, arrojándolas en la mesa con angustia y horror. La internación de Rubén fue un golpe duro para los amigos. “Era el defensor de todos y verlo ahí, en la cama del hospital, tan indefenso…”, dice la India antes de quedarse muda. Entre quienes los conocían, el motivo se repite. Cuentan que Rubén era el “protector”, el “sostén” y el “guardaespaldas” de todos. 

Él fue el primero que acompañó a Chucky en un viaje largo por la ciudad, el día que fueron a un encuentro de murgas. Las hermanas se habían criado en San Clemente de Tuyú y no conocían ese hoyo podrido en el que los hombres de traje y corbata se pisan los zapatos, los taxistas se matufian por los pasajeros y los cuentistas cambian el chamuyo a cada rato; el hoyo del Microcentro. Hasta ahí viajó Chucky con Rubén, porque su madre confiaba en él: “Tenía cara de malo y podía ser un gallo, pero era un pollito”, suele decir ahora. 

Vivían a tres cuadras y se habían conocido con la llegada de las hermanas al barrio. En esa época, tenían 10 años y jugaban juntos todo el día. Pero cuando ellas tuvieron que abandonar la casa que alquilaban porque no podían renovar el contrato, Rubén fue el que más se movió para que no se fueran demasiado lejos. “Venía a las diez de la mañana con los clasificados y un lista de departamentos marcados. Así, durante un mes. Y encima se enojaba: “¡Ustedes no se van a ir de acá!, nos decía. Pero era de puro corazón… Rubén es de los que ya no hay”, se apena Chucky. 

Él fue, también, quien les enseñó a bailar a las hermanas en la murga Mata Mufa. Ellas lo recuerdan guiando sus pasos torpes con paciencia. “No te sale mal, pero te podría salir mejor”, les decía, y las mandaba con ejercicios a casa. Las hermanas practicaban y aprendían también de lo que hacían las otras murgas, y entonces se daban cuenta de que el estilo murguero de Rubén no era tan puro como creían: Carballo zarandeaba pasos de breakdance en el medio y le daba a su estela murguera un vuelo diferente. El compromiso de Rubén con la murga era completo. Había tenido la idea de dar clases de baile en la escuela número 53 —la primaria a la que había ido— y también había viajado al encuentro nacional de murgas, en la ciudad de Suardi, en Santa Fe. Seguramente Rubén no esperaba entusiasmarse tanto cuando entró en los Mata Mufa en marzo de 2008, siguiendo a su amigo Eze, que se había sumado al cuerpo de baile. A Rubén ya le gustaba el breakdance y no pensó que la murga pudiera resultar difícil, por eso el primer domingo que fue a la plaza Bomberitos, en Ramos Mejía, observó con atención el ensayo y, una semana más tarde, cuando le quisieron enseñar algo, dijo: “Yo ya sé” y les demostró. Su improvisación los dejó con la boca abierta. 

Para el carnaval de 2010, Rubén estaba preparándose una nueva levita. Le había sacado lentejuelas y mostacillas a la India y estaba pensando en los aplique. Pero su presencia se convirtió en una ausencia dolorosa. La India se conmueve cuando recuerda aquel día de febrero, tres meses después del trágico recital, en el que Rubén ya no estaba para “la matanza”, ese momento en que los murgueros demuestran uno por uno y frente a todos, lo que tienen para dar. Habían juntado todas las galeras en el medio de la ronda y los bomberos sonaban para que Rubén bailara donde quería que estuviera. Con la primera galera había comenzado a caer una llovizna etérea, impalpable, que flotaba en el aire. La India rio y lloró. Y al final sólo lloró. Y su llanto fue de dolor y de bronca, porque su amigo no merecía morir así. 

Matías, que habla poco pero baila mucho, no pasó por la murga de los Mata Mufa, pero también vio zapatear a Rubén. Matías integraba una crew con su hermana Jésica y con algunos otros, y tiraban pasos de breakdance en una esquina de San Justo estimulados con las arengas de Eminen. Rubén se acercó un día y les dijo que quería aprender: pronto dominaría la mortal para atrás y después iría por más para meter esos nuevos tricks entre los Mata Mufa. 

“El barrio sin Rubén ya no es lo mismo”, dice Jésica, al lado de Matías, mostrando una sonrisa tímida durante toda la charla y guardándose las palabras. Con su hermano ha venido a visitar a la madre de Rubén, en un día melancólico y gris. Jésica y Matías se mudaron hace poco a otra zona, pero no se olvidan de ese amigo con el que hacían un programa de radio. Se llamaba Es lo que hay e iba los viernes a las 10 de la noche en Universo, un FM de San Justo que caía en el 97.4. Rubén ocupó el micrófono junto a otros tres conductores en el otoño de 2009, y pasaron música y entrevistaron a bandas amigas de rock y reggae. Matías se acuerda de la vergüenza inicial de Rubén y de los ensayos en su casa. De como Jésica le pasaba letra en las primeras emisiones, pero él no se animaba a abrir la boca y la dejaba hablando sola. Y ahora Matías se amarga: no existe ni siquiera una grabación del programa.

Su habitación "Ayudo a las personas porque siento que las puedo ayudar, pero
tal vez porque siento que nadie me puede ayudar a mí", escribió Rubén en su diario.

Con su candor de b-girl, Jésica, que hoy tiene 17 años, atontó a Rubén. Y él se le declaró con un dibujo de un paisaje, como alguno de esos que todavía embellecen las paredes de su cuarto. Rubén escribió unas palabras dulces y dejó el papel sobre la mesa en la casa de ella. “Lo agarré rápido y lo guardé… ¡No podía creerlo, porque mi novio estaba cerca!”, se acuerda Jésica. 

“Un goma”: así era Rubén con las chicas, según dirá en otro momento la India. Un goma que les dibujaba rosas y soles y las llamaba por teléfono para decirles que las quería. Un goma que no dejaba de cantar “Arrancacorazones” (Ataque 77) y “Triste canción de amor” (La Renga). Un goma de romántico que siempre se enamoraba de alguna nueva. “Mami, mirá que dentro de poquito te voy a presentar a novia”, le dijo un día Rubén a Alicia, poco antes del show. La estaba preparando para algo que ni ella ni Walter, su segundo esposo, terminaron de enterarse. Cuando su hijo estaba internado en el hospital, Alicia habló con una chica cuyo número había quedado registrado en el celular de él. “Ella me dijo que estaba esperando a que Rubén se mejorara para ponerse de novios”, dice ahora, sentada en la cama de su hijo. 

Alicia revuelve algunos de sus papeles y dibujos y se conmueve con cada uno de ellos. Sin embargo se mantiene entera. “Soy muy creyente”, explica. Finamente encuentra lo que buscaba: postales de amor. Hay una para Daiana y otra para Belén. “Quisiera ser ladrón para poder robar tu corazón”, le escribió a alguna de ellas. Alicia dice que Rubén garabateo algo en su diario íntimo sobre las tres chicas que le quitaban el sueño. “Pero no dice los nombres, tiene las iniciales”, aclara. Busca pero no encuentra. Revuelve entre las cajas pero no está. Entonces aparece el diploma escolar que ella tuvo que retirar a fin de año: “Aprobó el tercer ciclo de la Educación General Básica para adultos, noveno año de la Educación General Básica, en el Servicio de Educación de Adultos 703 Jorge Newbery”. “Como era una escuela de adultos, había una banda de gente”, cuenta Walter, el marido de Alicia, apoyado contra el marco de la puerta. “Algunos iban a estudiar y otros a hinchar las bolas. Rubén tenía una apertura que le permitía relacionarse con los de arriba y con los de abajo”. 

Walter habla con conocimiento de causa. Se juntó con Alicia hace ocho años y Rubén lo aceptó desde el principio. “Teníamos confianza, capacidad para compartir cosas”. Walter aclara que nunca fue un padrastro, sino más bien un amigo de Rubén. A él le pedía ayuda para encaminar al hijo que tuvo con Alicia. “Para mí era un sostén. Yo con él proyectaba y él entendía la movida. Le pedí que me ayudara con su hermano y le pedí parte de la responsabilidad de llevar adelante la familia”. A su lado, Alicia agrega que en los últimos años Rubén se estaba convirtiendo en un hombre hecho y derecho: su iniciativa de mandarlo a aprender mecánica había dado sus frutos. 

“La madre estaba preocupada porque él no encontraba su rumbo y el colegio tampoco lo ayudaba mucho. Como ella sabía que yo había tenido otro chico antes y que había salido bien, me lo trajo”, cuenta Armando, a un par de cuadras de la casa de Rubén. Viene de tocarle el motor a un Peugeot y mientras habla se quita la grasa de las manos. De vez en cuando Armando le arregla el auto a algún amigo en un galpón y Alicia le pidió que le enseñara algo de eso a Rubén para mantenerlo ocupado. 

Él lo recuerda como un pibe introvertido, por eso las primeras veces fueron de pocas pulgas. Pero pasarían 6 meses juntos y su pupilo terminaría metiéndole mano a los motores, y todavía más importante, aprendiendo sobre la responsabilidad y la rectitud (como en una versión bonaerense de Gran Torino). Ya de noche, entre mate y mate, Armando le decía a Rubén que quien no estudiaba era un mulo y que había que ser alguien en la vida. Le insistía en que debía ir al colegio, al menos, para aprender a hablar. En esas conversaciones Rubén le contaba sobre sus amigos. “Él era de cuidarlos mucho. Sentía que tenía más calle que ellos y que los pidía proteger”, dice Armando como todos. 

El sábado 14 de noviembre de 2009, Rubén le tocó el timbre y le mostró la bandera que iba a llevar al recital. Tal vez podrían encontrarse allá: Armando también iba a ir. “Yo siempre le hablaba de Viejas Locas, de los Ratones Paranoicos y de Sumo. Él había absorbido todo eso y no sé si le salió ir de tanto que habló conmigo”, se preguntaba Armando, con amargura. “Ese día el ambiente estaba muy oscuro”, sigue. Fue con su mujer y decidió entrar lo más rápido posible. Pero el show no valió la pena: “Vayámonos, esto no es lo que yo escuchaba”, le dijo a ella. Era la primera vez en su vida que se marchaba antes de un recital.

La pared del galpón de Armando, con la foto de Rubén recortada del diario. Le enseñaba sobre
motores y sobre la vida. "Él era de cuidar mucho a sus amigos, sentía que tenía más calle".

Desde entonces, una foto de Rubén recortada de un diario lo acompaña en el galpón. Algunas noches, Armando se prepara la pava, deja la radio bajito y se queda tomando mate con algunas luces apagadas. Sólo el velador ilumina las herramientas engrasadas y la foto de su amigo. “Vos sos un boludo”, le reprocha Armando, con dolor y resignación. “No puede ser que te haya pasado esto a vos…”. Su mujer lo escuchaba de lejos. Le preguntaba con quién habla. Y le dice que está loco. 

El Salmo 91 comienza así: El que habita al abrigo del altísimo/ morará a la sombra del Omnipotente./ Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; / mi Dios, en Él confiaré/ Él te librará del lazo del cazador, / de la peste destructora”. 

Alicia se lo leía a Rubén durante su agonía, porque sabía que su hijo estaba en manos de Dios. Sólo se consolaba pensando que si Rubén había sido capaz de resistir doce horas hasta que fue encontrado, entonces podría salir adelante definitivamente con la ayuda de los médicos del Centro Gallego. Pero su evolución era irregular y dejaba poco margen para la esperanza. 

Fueron veinticuatro días de angustia permanente en los que sus amigos se acostumbraron a la devastadora imagen de un Rubén intervenido por la pompa médica. El defensor de todos no tenía quien lo defendiera. Pero las hermanas India y Chucky no se resignaban al diagnóstico de muerte cerebral y les costaba creer que él no las escuchara si le tocaban la mano y le hablaban. “Negro, estamos acá con vos, te queremos mucho”, le decían, y él se movía. Un poquito, pero al fin se movía. Sin embargo, los más pesimistas refutaban el milagro y aseguraban que era un reflejo.

Fachi dio la cara por Viejas Locas. Se acercó a la familia 
y tocó en festivales en memoria de Rubén. 

Desde el primer día de internación, uno de los Viejas Locas estuvo presente. Era Fachi, el bajista que se atrevió a dar la cara aunque algunos le aconsejaron que visitara un abogado antes de dar cualquier paso. “Es un chabón de fierro, humilde, que nos secaba las lagrimas y nos hacía reír, a pesar de que el primer día lo re puteamos”, dicen las hermanas. “Yo soy padre, tengo una hija y si a ella le llegara a pasar algo así, a mí me gustaría que la gente se acercara”, explica ahora el Fachi. Y sigue: “Hicimos todo lo que tuvimos a nuestro alcance para que el show estuviera bien organizado, pero ese día hubo una conjunción de cosas. Por eso pensé que tenía que estar apoyando a la familia”. En aquellos días, Fachi era uno más de los que esperaban que Rubén saliera adelante y se entusiasmaba planeando un show para festejar la recuperación, con Viejas Locas y la murga Mata Mufa. Pero algunos meses después, Fachi terminaría tocando en los festivales que se organizaron en memoria de Rubén en Plaza de Mayo. 

Por su parte, Pity Alvarez —que fue al hospital el día en el que no estaba la familia Carballo— escribió una carta abierta en nombre de Viejas Locas, que se conoció cinco días después del show. Ahí repudiaba los hechos y se lamentaba por no poder hablar de música. Así decía: “…llego al estadio y en un ratito tengo que estar arriba del escenario. Con un auto prestado voy tratando de llegar los más rápido posible y veo la situación en la que se encuentran los alrededores del estadio. Si describiría lo antes mencionado diría que veo mucha pero mucha gente caminando de un lugar a otro y en ningún momento vi violencia o problemas entre los chicos que esperaban para entrar, todo tranquilo y me sorprendió. Por otro lado, a lo lejos, veo personal policial en gran cantidad los cuales me pararon muchas veces para pedirme los datos y al reconocerme me dejan ir y todo sigue tranquilo, esto se repite alrededor de cinco ocasiones. Los demás músicos, que se encuentran desde temprano en el estadio, no deben saber que es lo que sucede en la avenida Juan B. Justo. Si esto fuese un censo trasladémoslo a estadística, tenemos 40.000 personas que asistieron al show y hay un porcentaje que no está bajo su control y además hay 400 efectivos uniformados, móviles, carros hidrantes, brigada y efectivos de civil (los cuales desconozco en ese momento la cantidad). No voy a decir que vi represión (en ese momento preciso) ni gente descontrolada, solo vibré que la gente disfrutaba de sus caminatas y que no estaba en la maternidad. No sé quienes son los inocentes ni los culpables pero hay una justicia, ley que no manejan los hombres, ojalá se cumpla”. 

Después de girar por el interior del país y de tocar en el Festival Cosquín Rock, en el estadio cubierto de Newell´s, en Córdoba, en Comodoro Rock y en Bahía Blanca, la banda de Pity tenía planeado volver a los escenarios de Buenos Aires a mitad de año para exorcizar con rocanrol el oscuro recuerdo del 14 de noviembre de. Iban a ser dos fechas, el 6 y 7 de agosto, en el estadio Malvinas Argentinas. Peor un día antes la banda debió reprogramar el espectáculo para los días 13 y 14. El comunicado de prensa presentaba una justificación: “La respuesta negativa por parte de la Policía Federal, donde nos informan que no disponen de cobertura del servicio adicional, notificación recibida con un día de anticipación”. Sin embargo, los shows nunca se realizarían. Después de la reprogramación de nuevo para los días 28 y 29, terminaron cancelándolos por el mismo motivo y con el fantasma del exilio ricotero pisándoles los talones.

Durante todo este año, el padre de Carballo (en la foto, marchando con el retrato de su hijo)
buscó pistas, testigos y pruebas que ayudaran a esclarecer la muerte violenta de Rubén.

“Para mí, Viejas Locas no está en tela de juicio”, asegura el papá de Rubén Carballo en la plaza del Congreso mientras reparte algunos volantes de la ONG que fundó junto a otros padres en marzo, —“Comisión de Acompañamiento de Familiares de Víctimas” (CAFAVI)—, acaso una nueva CORREPI que, como aquella, se propone luchar por el esclarecimiento de los casos donde los jóvenes aparecen como víctimas de las fuerzas de seguridad. Al viejo Carballo lo rodean una docena de padres que piden justicia por sus hijos, pero el edificio del Congreso es una fortaleza de roca y los tipos que entran y salen no parecen advertir su presencia. ”Parece una batalla desigual, pero tenemos la habilidad y la capacidad para luchar”, dice el viejo Carballo. “Sólo nos falta el poder, pero a la larga vamos a estar en igualdad de condiciones y la muerte de nuestros hijos no va a quedar impune”. 

El hombre está convencido de que su hijo no murió por las causas que se plantearon desde la pericia de la Policía Federal. No cree que su hijo haya querido colarse y dice que en el bolsillo llevaba, en el momento de ser encontrado, su entrada sin cortar. Cuenta que Rubén envió dos mensajes de texto en los que pedía que se comunicaran con él, a las 00:07 y a las 00:17, pero que a las 00:30 lo llamaron y ya no atendió. Y asegura que, en uno de los videos que registraron los noticieros aquella noche, pudo divisar a su hijo en medio de las corridas, moviéndose hacia donde estaban los policías. Buscando tal vez, a sus amigos. “Es que él era de cuidarlos mucho y no los quería abandonar ahí”, explica y reafirma lo que todos destacan de Rubén. 

En los nueve cuerpos que forman el expediente, hay demasiadas versiones de lo que pudo haber ocurrido. La autopsia se demoró trece días y participaron una decena de forenses —muchos de ellos, peritos de los diferentes implicados— que hicieron su trabajo en un ambiente tenso. El cuerpo no presentaba las lesiones defensivas clásicas de alguien que cae, pero tampoco se pudo concluir qué objeto fue el que le provocó los golpes fatales. Así planteado, el caso Carballo es una maraña que avanza a paso lerdo. Pero el hombre está convencido y reparte volantes. Hasta hace menos de un año, trabajaba como chofer de colectivos, pero apenas su hijo fue internado cambió el bondi por las visitas a los testigos: conoció a más de treinta pibes que también habían ido a ver a Viejas Locas y que lo contactaron cuando publicó su teléfono en los medios.

"Hay asesinos infiltrados que usan el uniforme", 
dice Carballo. "No son todos iguales".

Uno de ellos le dijo que vio a Rubén inconsciente, cerca de la Puerta 15, y que un policía llamó aun patrullero para que se lo llevara. El viejo Carballo, que se ha convertido en el hombre principal de la investigación, no para con su pesquisas: “Estamos esperando un informe de Gendarmería para saber qué llamados se hicieron por radio y qué patrullero pudo haber trasladado a Rubén”. Es curioso: entre los ciento y pico de miembros que componen su familia también hay algunos policías. “No hay que meter a todos en la misma bolsa”, advierte él. “Hay asesinos infiltrados que usan el uniforme”. 

Con el empuje de Carballo padre, el caso pronto cobró repercusión nacional. Desde la Comisión de Derechos Humanos del Senado de la Nación, la diputada Victoria Donda le dio su apoyo y lo ayudó a organizar tres conferencias de prensa a sala llena en el Congreso. Y el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, se refirió al asunto en un entrevista con el diario Miradas al Sur: “Si la policía tiene la culpa, tiene que pagar por esto. Si no tiene la culpa, no tiene la culpa. Lo jodido es que perdimos un pibe. Y nosotros no queremos morigerar nada. Lo importante es llegar al fondo”. 

Mientras las voces se sumaban, Carballo organizaba con la CAFAVI, tres festivales en Plaza de Mayo: el 28 de diciembre tocó Resistencia Suburbana; el 23 de marzo Las Manos de Filippi, Karamelo Santo y Flema; y el 16 de julio, en el día que Rubén habría cumplido 18 años, se anunció a Alika y a Chala Rasta. 

Durante este año, mucha gente se acercó a las convocatorias del padre de Rubén. Pero cuando le tocó quedarse solo, el viejo Carballo debió librar su propia batalla contra el dolor agudo de la ausencia de ese hijo mayor que tanto se le parecía. “Pero por fuera estoy fuerte porque quiero la cabeza de los tipos que mataron a mi hijo”.

Madre del dolor Alicia con el retrato de Rúben, en el Oeste del Gran Buenos Aires.
"Cuesta mucho entender los caminos de Dios", admite ella, ex testigo de Jehová.

Hay otra historia que sitúa a Rubén Carballo en la cancha de Vélez, pero esta tiene final feliz. La cuenta su madre, Alicia, de nuevo en su habitación, revisando esas cajas de papeles donde aparecen fragmentos de la vida del chico, por aquí y por allá. “Yo estaba con los Testigos de Jehová en esa época; Rubén era chiquito, y habíamos ido a una reunión que se hizo en la cancha de Vélez, dice. En la foto él aparece con pantalones cortos y sonrisa ancha. “Cuesta mucho entender los caminos de Dios”, admite Alicia. “Yo tenía la esperanza de que lo salvara… Yo siempre confié en Él. Entonces, Dios, ¿cómo es la cuestión? Pero bueno, uno a veces no entiende que no es como uno quiere, sino como Dios quiere”. 

Las fotos pasan por sus manos. Rubén en los Mata Mufa, en un día de fiesta y corso, con la levita rojinegra. Rubén rapado, con uno de eso cortes de pelo que se hacía frente al espejo poniendo cara de malo. O que dejaba a mitad de camino porque se cansaba de raparse y decidía seguir otro día. También hay fotos de Rubén en Chaco, adonde fue con su viejo en la última Navidad, en un viaje que los acercó más que nunca. Y entonces aparece lo que Alicia estaba buscando: un cuaderno Gloria de tapas naranja. “Esto es lo que él escribía para despegarse”, dice. Es su diario íntimo. 

Alicia salta un par de páginas y llega al 25 de mayo de 2009… Son las once y cuarto de la noche de un lunes feriado. El fin de semana largo se va y falta poco para volver a la escuela. En la casa de Rubén Carballo todo está quieto. A veces, cuando la noche de San Justo está despejada, Rubén sube al techo por una escalerita y se queda mirando las estrellas. Pero esta vez no tiene ganas. Prefiere escribir porque está insomne. Si no hiciera tanto frío, saldría a darle unas piñas a la bolsa de box que cuelga del árbol, en el fondo de la casa, pero en cambio agarra la birome y pone música. ¿Cómo empezar a andar sobre esos renglones? Hay que dejarlo salir, como venga, aunque sea revuelto: “Estoy acostado y no puedo dormir porque no dejo de pensar que es lo que me pasa. Sé que soy el único que lo sabe pero no tengo a quien contárselo. Hay muchas personas pero no se lo puedo contar y es porque no me da para contarlo, pero a veces pienso y yo traro de ayudar a cualquier persona si esta mal, en lo que pueda ayudo y siempre trato de que se sienta mejor…”. 

Con el correr de la tinta negra aparecen las chicas en su cabeza. Son tres: “D”, “M” y “J”. No va a apuntar sus nombres sino sus iniciales, porque los nombres son un secreto. Entre ellas está la hermana de un amigo. Rubén cree que está enamorado de nuevo. Tal vez debería hacerle un dibujo para decirle que la ama y dejárselo sobre la mesa, incluso con el novio dando vueltas por ahí. Un paisaje en tonos cálidos estaría bien: el sol escondiéndose en el mar. “…ella es muy bonita pero no es para mí…”, le confiesa a su hoja. Y después: “…siempre ayudo a los demás y ahora siento que yo necesito ayuda y nadie me puede ayudar. Por eso recurro a escribir, a ver si logro ayudarme yo mismo”. 

Tal vez le falta alguien que lo quiera como el aprendió a querer… pero anota que ella tiene novio. La vio un par de días antes, el sábado. Y ahora no puede dejar de pensar. De a poco lo invade la melancolía. Se formula mil preguntas y sabe que no tiene respuesta. “Ayudo a la gente porque siento que las puedo ayudar pero tal vez es porque no hay nadie que me ayude a mí y la única forma que me puedo sentir bien es viendo a la gente que quiero bien y si están mal, hacerlas sentir bien para volver a sentirme bien”. Los párpados le pesan y los pensamientos se ablandan. 

Ya son más de las doce y en San Justo todos duermen. Rubén apaga la luz, mañana será otro día.